Era un día hermoso. El sol alumbraba
como de costumbre cuando Arroyo se
despertó de un profundo sueño.
Abrió los ojos para mirar al mundo
que lo rodeaba. –Hola, arroyito, ¿cómo
estás? – Le saludó el Sol al ver que Arroyo pestañeaba bajo sus rayos. – ¿Quién
eres tú? No te conozco. –Por supuesto que no, si acabas de despertarte –le
respondió el Sol, riendo–. Ya es tiempo que te muevas un poco. Has dormido toda
tu vida; ahora, haz algo útil. Debes alegrar al mundo con tu agua cristalina.
Las flores, los pajaritos, y los niños están esperando para beber de tus ricas
fuentes. –Entonces, me voy corriendo ahora mismo –decidió Arroyo. –Sí, apúrate,
¡mira hacia adelante y no te detengas nunca! – l e advirtió el Sol–. Si no
corres, te va a ir muy mal.
Arroyo bajó por las montañas y se sintió muy feliz de correr entre las
piedras y saludar al mundo. Luego pensó: “Iré por donde se me antoje y haré mi
voluntad. El Sol se equivoca si cree que voy a trabajar todo el tiempo. Cuando
me dé la gana, voy a detenerme a jugar.» El primer día, todos los pajaritos se
acercaron a saludarlo, cantando sus lindas canciones y hundiendo sus piquitos
en el agua. Cuanto más corría Arroyo, mejor se sentía y más pajaritos veían por
el camino.
Arroyo llegó a una linda pradera.
Allí jugaban las ovejitas, unas vacas, un perro, y varios niños. «Me gusta este
lugar –dijo feliz–. Me quedaré aquí. No me importa lo que dijo el Sol de que
debo seguir corriendo. “Y allí se quedó Arroyo. Al día siguiente los pajaritos
volvieron a tomar de las aguas de Arroyo, unos niños se bañaron alegres, y las
ovejas y las vacas también se refrescaron en sus aguas. Al tercer día, voló por encima de Arroyo una
bandada de pájaros, pero al acercarse al agua, movieron tristemente la cabeza. –
¡Qué fea está el agua! No la podemos tomar –dijeron. Arroyo tenía mal genio y
se enojó con los pájaros. –No me importa lo que dicen esas tontas aves –dijo
Arroyo. Pero sí le dio importancia. Esa noche lloró mucho ya que nadie se le
quería acercar. Pasaron varios días, sin que nadie se acercara a Arroyo. Una
mañana, voló sobre él un gorrión y le preguntó: – ¿Sabes por qué ya no toman de
tus aguas los pájaros?–No. ¿Qué les ha pasado?
Es que ya no eres un lindo
arroyo, sino solamente agua
sucia y maloliente. ¡Mírate!
Arroyo se miró de pies a cabeza y se
asustó al verse. Sus aguas eran negras
y sucias y por encima se había formado
una tela verdosa. – ¡Este no soy yo! –Gritó desesperado. –Sí, eres tú –le dijo
Gorrión–. Te has puesto así
porque te quedaste quieto. Deberías
haber seguido corriendo, como
te aconsejó el Sol. Él sabe lo que
mejor te conviene.
Entonces Arroyo decidió que
volvería a correr; pero no
pudo hacerlo. Estaba preso
entre una masa de hojas y hierbas podridas. ¡No podía moverse!– ¿Quieres que te ayude? –le preguntó el
amable Gorrión. Saltó junto a Arroyo para recoger con su piquito las hojas y los palos que no lo dejaban correr.
Trabajó pacientemente, pero al
fin se cansó y dijo a Arroyo que ya no podía más. –Me moriré aquí –lloró
nuestro amiguito desobediente. –No llores –le consoló Gorrión–. Yo iré a buscar
ayuda para que de nuevo puedas
correr por las montañas.
Después de un rato, el buen
Gorrión volvió con sus amigos gorriones,
y entre todos retiraron las hojas y los palos que se habían amontonado.–Corre, corre, Arroyo –cantaron en coro. Arroyo no esperó que se lo dijeran otra
vez. Se escurrió, se deslizó,
corrió, y saltó entre las piedras, loco de alegría. – ¡Cuidado con dejar de correr! –Le
gritaron los gorriones–. Ya
sabes lo que te puede suceder si no corres. ¡Arroyo
siguió corriendo! ¡Nunca más quería quedarse prisionero!
Si sales al campo, lo vas a
ver. Desde ese día, no ha dejado
de correr, porque aprendió que la desobediencia trae muy tristes consecuencias.
Cada una de sus criaturas Dios ha dado un
trabajo. Cuando cada uno
cumple su responsabilidad todo marcha bien.
Aun el insecto más diminuto tiene una función que cumplir. A
los niños les corresponde obedecer a sus padres y maestros y cumplir con sus deberes. Así
crecerán y desarrollarán en ciudadanos útiles. Pero más que nada a todos nos corresponde obedecer a Dios y su Palabra.
Sirve sólo al Señor tu
Dios...Obedece sus mandatos,
escucha su voz. Deuteronomio
13:4, NTV
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