“…NOS
HIZO RENACER PARA UNA ESPERANZA VIVA…” (1
Pedro 1:3b)
Dios
quería una familia, así que te creó a ti para que fueras parte de ella.
Nuestras familias aquí en la Tierra son maravillosas pero frágiles, rotas a
menudo por la distancia, el divorcio, el envejecimiento e
inevitablemente, la muerte. Por otra parte, nuestra familia espiritual
continuará por toda la eternidad. Esa familia es una unión mucho más fuerte, un
vínculo mucho más permanente que cualquiera de nuestras relaciones de sangre.
En
el momento en que nacimos en la familia de Dios, se nos dieron algunas ventajas
increíbles: el apellido, la semejanza, los privilegios, el acceso, y la
herencia familiar. Pablo
escribió: “…para que sepáis…cuáles las
riquezas de la gloria de su herencia en los santos” (Efesios1:18b).
¿Qué incluye exactamente esta herencia?
En primer lugar: viviremos con Dios para siempre (ver 1 Tesalonicenses 5:10); En segundo lugar: seremos completamente transformados a la semejanza
de Cristo (ver 1 Juan 3:2);
En tercer lugar: seremos libres de
todo dolor, muerte y sufrimiento (ver Apocalipsis 21:4); En cuarto lugar: seremos recompensados y nos serán asignados
puestos de honor y servicio en el más maravilloso de todos los mundos (ver Marcos 9:41). ¡Qué herencia! Eres mucho más rico de
lo que piensas. Lo que te está esperando más allá de esta vida no tiene
precio, es puro, permanente y está protegido. Nadie te lo puede quitar; no
puede ser destruido por la guerra, por una mala economía, o por un desastre
natural.
Tu herencia eterna, no tu jubilación, es
aquello por lo que deberías estar trabajando y lo que debería
entusiasmarte. Siempre que sientas que no vales, te sientas sin amor, o
inseguro, haz una pausa y recuérdate a ti mismo: “Soy miembro de la
mismísima familia de Dios”.
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