Hace un par de años estuve compartiendo en un
campamento de jóvenes. Una mañana iba a hablar sobre el tema de leer la Biblia
y para hacerlo puse una mesa rústica y antigua frente a mí. Sobre ella acomodé
varias versiones de la Biblia, y dos Biblias antiguas. Una era de 150 años de
antigüedad y otra de más de 300 años. Para dar inicio a mi plática hice una
pregunta en la que les pedí una respuesta sincera. ¿A cuántos les aburre leer la
Biblia? El noventa por ciento de los jóvenes levantaron la mano. No me
sorprendió la respuesta, de hecho la esperaba y por eso después les pregunté
acerca de las razones por las cuales leían la Biblia y las respuestas fueron
variadas pero parecidas. «La leemos porque
es la Palabra de Dios», «la leemos
porque somos cristianos», «para
crecer espiritualmente», «para
aprender cómo vivir», «para memorizar
versículos y usarlos en momentos de necesidad». Después de escuchar sus
respuestas les dije que aunque sus respuestas eran correctas, explicaban por
qué se les hacía aburrida. Habían aprendido a leer la Biblia como un acto
religioso, la veían solo como un manual para vivir.
Cuando se lee la Biblia como si fuese un manual,
ignoras el espíritu con el que fue escrita y se convierte en una carga.
Les expliqué que el problema no estaba en la
Biblia, sino en la manera en que la leían.
Algunos de mis músicos y Yo a veces, nos ponemos de
acuerdo para leer la Biblia en un año, y con frecuencia nos preguntamos acerca
de nuestro progreso. Un día, mientras viajábamos a cierto país de
Latinoamérica, Daniel Fraire, el guitarrista de nuestra banda, me dijo: «Tengo casi dos meses sin leer la Biblia».
Me llamó la atención su franqueza, me reí y le pregunté: ¿Por qué?, su respuesta fue: «Me
cansé de estar en una carrera por terminar de leer la Biblia en un año. Más que
un deleite, leer la Biblia se había convertido en una carga para mí, así que
decidí no terminarla». No le dije nada, entendí lo que me estaba diciendo
porque en ocasiones me llegué a sentir igual, pero después de un par de meses
estábamos en una de nuestras corridas habituales cuando me dijo: «Empecé a leer la Biblia de nuevo y no
tienes idea de lo mucho que la estoy disfrutando. No tengo prisa por terminarla
en un año. A veces solo leo un versículo y me quedo meditando en él por mucho
tiempo, fue una buena decisión el dejar de leer por unos meses».
Curiosamente, cuando en la Biblia se habla de leer
la Biblia se relaciona con el deleite, no con el aburrimiento. «Bienaventurado el varón que no anduvo en
consejo de malos, […] ni en silla de escarnecedores se ha sentado; sino que en
la ley del Señor está su delicia, y en su ley medita de día y de noche» (Salmos 1.1–2).
Cuando los rabinos enseñaban la Biblia a niños y
adolescentes, antes de empezar a leerla los invitaban a meter la punta del
índice en miel y luego la probaban. La idea de los rabinos era transmitir que
la Palabra de Dios es un deleite y se debía disfrutar, como se disfruta la
miel. «Son más dulce que la miel, la miel que destila del panal» (Salmos
19.10, NVI).
El autor, Eugene Peterson lleva el punto del
deleite en la Palabra a un nivel que yo no
conocía. Él cuenta la alegría que le dio descubrir que en hebreo la
palabra meditar (Hagah) es la misma
palabra que se usa cuando un perro o un león gruñe (Hagah) sobre su presa. «Como león que gruñe sobre la presa» (Isaías 31.4, NVI). Peterson dice en su
libro Eat This Book [Devora este libro] que esto cambia radicalmente nuestra
interpretación de la palabra meditar como algo que se hace en silencio en algún
lugar apartado de nuestra casa a un actividad que se asemeja más al rugir de un
perro o un león. «Hay ciertos tipos de
escritura que invitan a este tipo de lectura; un ronroneo suave, rugidos bajos
a medida que probamos y saboreamos, anticipamos y asimilamos las dulces,
condimentadas y suculentas palabras que nos hacen agua la boca e infunden vigor
a nuestra alma»*
Por Jesús Adrián Romero
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